Leer el correo matutino solía ser la manera favorita de los conservacionistas para aprender qué aves podrían extinguirse pronto. Stuart Butchart recuerda cómo los científicos en territorios remotos publicaban sus informes en BirdLife International, la sociedad de grupos de conservación de aves (incluyendo National Audubon Society) de casi un siglo de antigüedad. Los resúmenes de campo y los diarios de expediciones catalogaban la salud de las aves y su hábitat y ayudaban a informar las listas de especies en peligro hasta la reciente década de 1980. Pero la enorme biblioteca tenía sus faltas, dice Butchart, líder científico de BirdLife. En la última década, los investigadores han recurrido a la inteligencia artificial aérea para cubrir esas deficiencias.
Un modo para evaluar el riesgo de extinción de una especie es observar cómo cambia su zona de distribución a través del tiempo. Pero como los paisajes evolucionan constantemente debido al cambio climático y otras amenazas de los seres humanos, es difícil para los expertos en el campo mantenerse al día. Los recursos limitados, como el dinero, las horas y las personas, hacen que la recolección exhaustiva de datos sea un desafío. Como resultado, los perfiles globales de conservación para las especies de aves muchas veces están incompletos, sin las cantidades de población o zonas de distribución definidas.
Es aquí donde la teledetección y la información geoespacial pueden ayudar. Mediante satélites y otras tecnologías aéreas, los científicos pueden obtener imágenes de alta resolución de hábitats complejos, junto con actualizaciones en tiempo real de cómo cambian y cómo se mueven las aves en esos hábitats.
A fines del año pasado, Natalia Ocampo Peñuela, ecologista conservacionista colombiana, llevó estas herramientas un paso más allá al tratar de utilizarlas para exponer los puntos ciegos en las listas globales de especies en peligro. Los resultados, publicados en conjunto con Stuart Pimm de Duke Univesity y otros investigadores, en la edición de noviembre de Science Advances, sugieren que los grupos conservacionistas pueden especificar en detalle dónde existe realmente el hábitat adecuado para las aves al combinar mapas de elevación y masa forestal con información de estudios de campo existentes.
Por ejemplo, el equipo descubrió que la zona de distribución de la cotinga aligrís, un paseriforme poco común y oscuro de Brasil, comprende sólo 14 millas cuadradas de bosque de la costa atlántica, mucho menos de las 870 millas cuadradas estimadas por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). En base a estos cálculos, el ave debería estar en la lista de peligro crítico, en lugar de ser categorizada como "vulnerable", en la Lista Roja de Especies Amenazadas de la UICN. "Lo mismo se aplica para el colibrí sietecolores, cuya situación debería actualizarse de ‘menor preocupación’ a ‘vulnerable’", afirma Ocampo Peñuela. Tomar estas medidas podría instar a los gobiernos de América del Sur a priorizar a ambas aves para los programas de conservación.
Con este fin, el equipo considera que sus modelos deberían incorporarse gradualmente en los grandes sistemas de clasificación de conservación como la Lista Roja. Dichas actualizaciones podrían generar una reorganización a gran escala de especies que se consideraban a salvo.
Pero los métodos del grupo han recogido duras críticas, incluso han desencadenado una refutación formal de la UICN. La organización sostiene que ya está utilizando puntos de información geoespacial como la cubierta forestal para guiar la Lista Roja. Aún más, aduce que las mediciones de la zona de distribución que Ocampo Peñuela y sus compañeros aplicaron a sus modelos no representan con certeza todo el terreno habitado por las aves, lo que ocasiona que sobreestimen algunos riesgos de extinción.
Es un argumento válido, dice Catherine Graham, profesora de ecología y evolución en Stony Brook University, y quien no forma parte de la UICN ni participó del estudio de Science Advances. Además agrega que los parámetros limitados de Ocampo Peñuela no funcionarían aplicados a miles de especies en una variedad de hábitats porque no existe suficiente información geoespacial para respaldarlos a todos.
Inclusive no todas las tecnologías remotas arrojan información de calidad. En abril de 2016 un grupo de científicos, incluido Butchart, clasificaron casi 300 fuentes de información geoespacial. Encontraron que solo el cinco por ciento cumplía con el "estándar de excelencia" de conservación: ser consistente, asequible, preciso y de alto calibre. "Además, hay un vacío que los satélites no pueden llenar: hechos básicos como las tasas de nacimiento o muerte de las especies, la dieta y otros conocimientos fundamentales de historia natural", observa Graham.
Pero ambos campos están de acuerdo en una cosa: La única forma de usar tanta información es combinarla con la ciencia tradicional. Ocampo Peñuela puede dar fe. En 2014 pasó ocho meses viviendo en una tienda de campaña mientras contabilizaba y capturaba aves en los Andes colombianos, a casi 10.000 pies sobre el nivel del mar. Sus censos manuales de campo terminaron dando forma a los modelos de su estudio. Con respecto a Butchart, el año pasado hizo digitalizar las cartas de BirdLife. Fue un modo de preservar los trabajos del pasado, a medida que el resto de la información se actualiza.
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